Con y sin urgencia (2000 - 2005)

Hoy parece un engaño que fuésemos felices
al modo inmerecido de los dioses.
¡Qué extraña y breve fue la juventud!
-Francisco Brines-
LXXIII
De un tiro a bocajarro
este poema perdió una estrofa
al cruzar la calle de las ideas:
un francotirador le voló
la tapa de los sentimientos.
Otra se perdió en la chistera
del ilusionista de palabras,
del prestidigitador de silencios.
Una tercera se trasnochó
-impaciente-
en la obscenidad que distancia el corazón
de la mesita donde alojo los sueños.
La
siguiente
se
precipitó
sin
más
página
abajo
sin
un
punto
ni
una
coma
acaso
a la que aferrar sus emociones.
Y esta última abortada:
nunca alcanzaron la madurez
los versos necesarios
para un alumbramiento con-sentido.
Ni la verdad
-si es que la quimera es posible-
del poema
ni su dulce perversión subyacen
entre la verticalidad compuesta
de este juego de palabras.
Se fueron, transgresoras,
por las líneas abiertas
y aun sangrantes
de las estrofas abatidas,
como se va
el rumor de los días
sin que lo presienta
ni en mí nada quede.
LXXIV
¿Es acaso Otoño?
Primero
me venían grandes los bolsillos
y llevaba desabotonadas las ideas;
después hube de cambiar de paso,
crecí de peso
y hasta de cartera;
más adelante
las llaves se multiplicaron y crecían
sobre el papel
de mil formas crecían
acotaciones a la memoria desvaída;
más recientemente sufro
de desavenencias, desaires,
desiertos, despierto
y algo me dice
que me estoy haciendo un hombre.
LXXV
Penetra,
indica los parámetros de la ilusión
donde permanecen los item,
y sin embargo todo avanza más que nos pese.
Nada es como parece más permanece
en todo momento las dudas y la lascivia.
Ni equidad
ni sometimiento
ni siquiera indecisión.
Reiteración es Prometeo.
Acaso un regocijo
a poco un crucifijo
y un exabrupto que se extiende
que invade esta conciencia,
esta mediocre
esta carcoma, fatal
incoherencia
que me corroe y me provee
como un rosario
un sudario
un látigo
una prisión sin ventana
para las palomas que revolotean,
para los apetitos y la desgana.
¿Qué celda dices?
¿Qué celda?
¿Dónde la celada
mantuvo cerrada
a tus y mis ojos la diestra,
la certera farsa?
¿Amordazada, dices?
Amordazada, afirmo.
Consciente, evidente
convaleciente
inerte.
Mas, me gusta, o no me sorprende
el sonido de los golpes
¿tal vez ame la violencia?
¿tal vez necesite la violencia?
¿acaso soy yo la violencia?.
Seguro que no seré yo quien diga
qué es esto que ocurre
y haya de ser la noche,
la luz o el día quien me ofrezca
calma al sinsentido.
Cama, quise decir, al sentido.
Sé, tildo, no basta
no acento, ni apóstrofe
sí íntegro, en cursiva o negrita,
a su elección: el cliente
siempre tiene la razón.
Esta tarde corre un fuerte viento
un huracán en mi habitación
y sus puertas no cesan,
no descansan hasta desangrarse
hasta morir de amor
en esta causa sin remedio
que juega conmigo,
que me pervierte como un pecado
¡Mortal!.
Infierno, infierno
querido averno:
Aquí estoy, no se
si por fe, mi voluntad, o cualquier otra cosa,
estoy y eso te basta, Lucifer de mierda,
porque está a pedir de tu hedionda
pestilente boca. Mas te beso
y es ahí donde mi entender
mis cuarenta y cinco me interrogan:
¿No eras, al fin y al cabo, hetero?
¿A qué juegas con el rabo?.
Falso. Miento. Este poema es un engaño.
Nada es lo que parece
tampoco soy yo quien a ti te parece,
sino un reguero de pólvora corriendo
hacia un tonel comprometido,
ganará quien primero llegue.
Víctor al vencedor, albricias.
Corra la sangre y el vino
que la carne ya está servida, corran
el sexo, el verso, el converso
y el impávido
que nada teme, porque nada espera.
Corran, pues, los aleluya
y las gaviotas nos coman los ojos.
LXXVI
No serán los besos
quienes te traspasen,
Corazón,
sino el fuego de su nombre
o la velocidad de los labios
al pronunciarte.
LXXVII
Desciende, grácil
indolente, ajeno
imperturbable
mas cae, irredento.
El destino, presiente,
la norma, asegura,
la verdad, suspira...
¿Pensar?, acaso el tiempo,
la razón,
como poco la duda.
Precipitado, obcecado
afrenta los párpados,
la sonrisa, hierática, plástica...
Velocidad por
Distancia por
Masa por
Aceleración: gravedad. No alcanza
en su vertiginoso frenesí
de Newton mas que el sacrificio
de los corderos. De la manzana
Adán
de Eva la réplica serpenteante
de una historia sacrílega.
Mas cae, irremisible
decadente, promiscuo,
certero hacía el iris del huracán
y no revolotea
y no se agita
ni espera un milagro: nada confía
en dioses, ángeles, almas
traidores o simples matarifes.
Regresa a Cernuda:
“Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”.
Y seguro se abandona, definitivo
despierto, dichoso, crédulo:
el impacto es sonoro, rojo y expansivo,
nada amortigua el latir de su corazón
ni el batir de alas enajenado,
y un coro de voces rotas languidece
ante tanta maravilla.
Eternos los sentidos
efímeras las palabras
rebelde el vuelo interregno
inédito el destino
irrepetible el gozo
ausente el duelo
trágicos los silencios
y permanente la imagen: su imagen
cual Ícaro vencido de amor
cual Ícaro pleno de amor.
Sepia y carmesí es el color
de sus labios en este instante
y un beso sobre el papel aún húmedo
oculta, a falta del revelado,
un rictus amargo bajo el rojo
de la lámpara ante mis ojos:
¿qué otra cosa podía hacer?.
LXXVIII
Desvuelo en el hospital
El cielo de Granada
-en esta noche enorme-
es de un rojo sucio y opaco,
y hasta el patio de las esperanzas
otoñean los desvelos que lo pueblan.
Pugnan en Granada
-en esta tremenda hora-
las sombras por los pretiles
y las alambradas de la memoria;
y transitan, por la calle de los pensamientos,
inasibles equilibristas
entre ráfagas dolorosamente cárdenas.
Vuelan por Granada
-en este tiempo velado-
restos de gaviotas y náufragos;
y malheridos los silencios se turban
-atropelladamente lacios-
entre la multitud de los sollozos
y de los rostros aún en movimiento.
Descrédito de Granada
cuando las ubres de la madrugada,
destetadas Sierra abajo, no amamantan
al niño que abrirme quiero a la mañana,
al aterrado hombre que escondo mi miedo
entre los olmos de este territorio sin misterio.
Despierto en Granada
al rito de la luna luna,
al desvuelo de las palabras que caen,
almas al cabo,
en el más vertiginoso de los pretéritos,
amanezco desconocido
e inédito, sobre todo para mí.
¿Desmuero hube de decir?.
LXXIX
Si una lágrima en el papel
es un inmenso lago de amargura
en cuerpo y alma,
si un silencio entre verso y verso
es un cataclismo de dolor
rebelde y ciego a flor de piel,
si un solo segundo, uno sólo,
en la zozobra inabarcable del desamor
diera para cien sonetos
desgarrados y asimétricos,
¿a qué descarnar y voltear sujetos
contra verbos por configurar
un poema siempre ínfimo
descerebrado e inútil?
¿a qué maldecir el tiempo
y sus contratiempos
por narrar con palabras
lo que la tragedia describe
-indeleble- entre líneas?:
las encarnizadas y sangrantes
líneas abiertas
de los condenados corazones.
LXXX
Este torrente,
este revuelo de palomas
recobrando con sus alas
el aire necesario.
Este bullicio,
el de los blancos corazones,
sorteando nubes
construyendo un mar
por el que remontarse en vilo:
Este torrente
que nos lleva,
que nos lleva.
LXXXII
Y por favor,
no me dejes en una orilla de los sueños
sin saber si alguna vez
podré alcanzar la otra.
LXXXIII
No hay sombra en su rostro cuando lo miro,
nada de él se me escapa
porque nada oculta,
digamos que se me ofrece
y yo lo hago mío
tan diáfano como su alma.
LXXXIV
Con un torrente de mar en sus ojos me sorprendió
-sin esperarlo- la primavera,
y me alcanzó cuando más lo necesitaba.
Reconocí la luz
en ese caudal de vida corriendo por mis venas
y desee sentir su mano generosa
sobre mi asustada y frágil presencia,
la de un dios con nombre de mujer
con labios de mujer,
señora de la fertilidad y el amor,
de la belleza y sus constelaciones.
Más, humana divinidad también,
de ella aspiré compartir un segundo,
uno sólo de su profunda, inédita
y fructífera existencia,
de su inagotable juventud, por ser yo,
desde ese instante, más hombre
en las inmediaciones de su gloria.
El estío, con su rotunda certeza
engrandece, si cabe aún más, sus rayos
y la magnitud de su hechizo,
y llena de sabiduría la dicha que me ofrece,
la embriaguez que me brinda
ahora que nos une la verdad de los sueños.
LXXXV
No hablo de las llamas que calcinan,
no,
ni siquiera de las que –dicen-
purifican;
hablo de devorarme
dulce y apasionadamente
entre el flamear rojo y sedoso
de tus cabellos.
Digo de tus ojos
-que son del color de la mies
y de la primavera-
de cuanto por su mirada alcanzo
y del volcán incendiario de sus iris.
Cuento del fragor de tus labios
y del abismo insondable del deseo;
susurro del crisol de tu boca
palpitante, incandescente y vigoroso,
y del nuevo yo que de él emerge.
Hablo de fuego,
de su perturbadora belleza,
y hacia él corro dichoso y esperanzado.
LXXXVI
No renuncio
a mi adolescente capacidad de amar,
y con un balbuceo que me nace
como un torbellino entre las entrañas y el alma
proclamo mi condición de errante enamorado.
Enarbolo, con juventud inusitada y tardía,
la enseña de la pasión por un beso,
uno sólo, de tus labios.
¡Es posible morir por un beso que no llega!,
por el deseo de sentir mi piel emocionada
junto al manantial de la tuya
que inunde este febril renacimiento
-seguramente inmerecido- que en mi provocas.
Acaso robar la luz de tus ojos fuese suficiente
para iluminar con ella mi torpeza de años y derrotas,
mas, con atrevimiento que me sobrepasa,
todo lo pretendo:
también el rayo y el vértigo de tu inédita
y extraordinaria y rotunda desnudez,
tus silencios y tus risas,
tus dudas o tus verdades únicas...
y lucho y fallezco por alcanzarlo.
Osado y loco de mi, que aún creo
en viejos cuentos de hadas y caballeros,
y en mi locura anhele
el halo de tus labios por despertarme
en un sueño mágico entre tus brazos.
Mas nunca haya de sobresaltarte el temor,
ni esta, mi disparatada ilusión, ensombrezca
tus ojos siempre vivos,
ni decline la candidez de tus palabras
o el grácil trazo de tu franca sonrisa.
LXXXVII
Como entonces
Como entonces, sí;
como toda la vida
continúo reescribiéndome.
Como siempre
recibiéndome en cada una
de las inasibles líneas
versiculares de la mano.
Y como en cada caso
yéndoseme palabra a palabra
como el aire entre los dedos.
LXXXVIII
La tarde es un tobogán
por el que los rojos se precipitan
contra un cielo imposible,
por el que los ojos, nuestra mirada,
se inmiscuyen en la travesura
de los arco iris y la dulce perversión
de sus amores cromáticos.
Los fanáticos acordes de tan inmensa sinfonía solar
reverberan por el valle que baten
-muy adentro de ti y de mí-
corazón e índice:
tan vasta distancia se comprime
y expande tanto como la herida abierta
va pespunteándose por entre el celeste.
Tanta y tanta sangre derramada
en esta primavera de tardes y piratas
corre por mis pupilas como una verdad ardiente
y no quema, ni asola
el paisaje que soñé y al que ahora pertenezco,
sino que me alumbra en una natividad
de hombre comprometido.
Atrás el descrédito,
a lo lejos la duda
a la deriva las sombras,
al frente el espectáculo necesario:
danza, acordes, emoción, vértigo
y ni una raya y ni una sola línea
que delimiten los ejes cartesianos
de la más viva cartografía infinita.
Y atónito me sucedo
me regocijo
me desvanezco
entre los rojos y los zulúes
cuerpo a tierra, como el sol
que se me estrella
por el fondo de la retina y la consciencia.
LXXXIX
De un primer y certero vistazo
me asalta la sintaxis de tus ojos,
me cercan tus pupilas suspensivas.
De un tajo impecable desciegas
la opacidad de siglos que me atenaza
y abres, inequívoco astro,
brío celeste, fogonazo cómplice,
ante mí las páginas todas de tu mirada.
En tropel se precipitan
-como un sorbo vital y cálido-
retina adentro.
De piel y de esferas
es este regocijo de sentimientos que me penetra;
de be(r)sos, de ve(r)sos,
también de lágrimas vencidas,
es este bebedizo con forma de cielo
que ahora me ocupa.
Traficantes de nubes,
mercenarios de sueños
perpetradores de espejos
se me re(b)elan, implacables:
¿Pueden, acaso,
domarse unos ojos?
¿Tal vez desestructurar una mirada
sin que el firmamento
o el alma se nos caiga
a jirones sobre los hombros?.
XC
Se ha colado bajo mi piel
como un alma extraña y resentida,
se ha calado -diría, más bien-
como ácida hiel entretelas.
Es de grueso paño gris este malvenido traje
-¡diplomático!-
que me subatrapa.
Uno de sus hilvanes, una costura retiene
una antigua sonrisa y la pespuntea
en patética y cutánea mueca.
Pesado terno que me encanece,
encanalla, envilece,
pretérita tristeza
que se ha rejuvenecido en mí
a mi pesar y sin mi permiso.
Hiriente plomo que acabará
-si nadie los deslaza-
por atribular mis párpados
ya seriamente tocados.
XCI
Fue unas veces -¿recuerdas
tan por el principio?- tu sincera ingenuidad
de franca juventud.
Otras, conforme el tiempo se nos aliaba,
el torrente dulce de tus besos
y la frescura de tu apasionada entrega.
Otras más –conforme transitábamos de las ideas
a los sueños y de estos
a la espléndida conjunción de los hechos-
la certeza de tus impulsos,
la utopía de tus convicciones.
Los hubo también -¿cómo olvidarlos
si con ellos partió al vuelo el sosiego?-
llenos de lágrimas y desazón:
desesperados, aferrándonos el uno
al otro y pujando nuestras almas
por la razón de la sinrazón.
Fueron, sin duda, de los imprescindibles
aquellos en que afloró la vida
de entre los dos; y nos fundimos en ellos
y fueron , sin duda, quiénes más nos hicieron
nosotros: primorosa paradoja de ser
sin pertenecerse ya: imperecedero amor.
Han sido, son
innumerables
las imprecisas –a veces-
descriptiblemente declinables –otras-
las dichosas razones (sea cual fuera
el pálpito de nuestros corazones)
que en ti y hacia ti me llevan
para ser quien soy,
que en mi se ofrecen
para ser quien eres;
y sean, aún imprevisibles,
infinitos los motivos de amarnos.
El deseo, tras tan largos y breves años
es cuanto puedo ofrecerte,
amén de unos brazos, mi propensión a la sorpresa
y la capacidad de ilusionarme;
del resto –como en la parábola-
hablan por mí mis actos, y a ellos me refiero
cuando te entrego mis ojos
para que me muestres el camino.
El camino que nos pertenece.
XCII
Bello y fresco rostro
despierto de largas y doradas trenzas
brillante y amarillo y claro
limpio transparente vegetal
y aromático.
Desperté con él, o con él ya andaba
cuando abrí los ojos: descubierto
desnudo
tiritando a la luz que no al frío -que no hay- aunque
la escarcha refleja mis pupilas reveladas.
Como si fuera de otro mundo –un arco
un salto, un abrazo- de una a otra parte del verde
por donde se me ofrece sin reservas en la dicha
y el entrecejo extendido a mis caricias:
Amada mañana.
Respira el día a esta hora soberbia
en este tiempo de insomnio,
insólitas respiran sus criaturas y sus sueños,
aventuran vida por todos sus poros la tierra
y sus simientes.
De admirar el azucarado vaho, que asemeja
a una impresionante hoguera silenciada cuanto veo,
dos lágrimas se suman a la corriente suspiros abajo.
Avanza el río
y exhala por el llano los mensajes que lo surcan,
y en ellos me regocijo y ruborizo de amores,
mas continúan
con su indeleble sustancia
por el destino a su encuentro.
Es probable que jamás regrese
al privilegio de esta mañana única,
íntima y pura
pero ya me pertenece
como yo pertenezco a la imagen de ese día.
XCIII
Crecen, convulsas, mis cervicales
gesticulan -sordo estruendo-:
Somos miles, millones,
del silencio el grito.
Despejadas vías y sentidos,
nada se interpone entre ellos y mi percepción
ni la piel erizada,
ni la pelvis glotona
que se eleva como un cáliz ofrecida
a las altura de sus ojos devoradores.
El altar donde yacen
es mi sueño y yazgo “de forma salvaje
sobre un universo interior”
Lagartija Nick eleva su himno
sobre mí, mientras Telémaco
insufla las alas de su nave
y nos sentimos despiertos,
obligadamente expectantes,
víctimas de un dios irredento.
Qué podríamos esperar
de tan inesperada espiral
si la mente cae
-desciende contra todo pronóstico-
por la indecencia decadente
de un sueño curvo
como sus fatales caderas.
Sus labios son
son
-todos son- el género
de nuestra histeria
de nuestra historia, quise decir.
XCIV
Estas lágrimas
tienen nombre y apellidos,
fecha de nacimiento y algunas -maldita cólera-
de muerte (a qué decir despedida).
Estas lágrimas
tienen voz y rostro. Estas lágrimas antiguas.
Y rezo porque no me desahucien
mejillas abajo, otras diferentes
otras nuevas, hoy:
después de muchas palabras
de algunos retos y demasiadas derrotas.
XCV
Veinticinco versos
Pudieron haber sido veinticinco
bellas -aunque insuficientes- palabras,
mas aritmética y semántica, de tan frágil piel
en su esencia, se revelaron invisibles
al trazo de nuestra existencia compartida.
Pudieron haber sido un manual sintáctico de amores-
vida-cielos-besos-ojos-lágrimas-quieros,
una pérgola de epítetos, metáforas, hipérboles
o un descalabro de verbos y sus conjuros:
ayer-hoy-mañana-siempre.
Pero se rebelaron apasionados como una tragedia
bellos cual elegía, enternecedores como una nana
desgarrados como una epopeya
y certeros desde la utopía.
En todo los casos veraces,
lunáticos y comprometidos.
Y como el sol, que hace con su desvanecimiento
inmortal a la escarcha que se precipita entre sus rayos, ahora,
llegado este tiempo dulce de vértigo
entre sueños y recuerdos,
desde los entrelazados brazos
desencadenamos una corriente -viva-
por el tragaluz de nuestros veinticinco versos.
XCVI
Sobredosis
La mirada vuelta
hacia el cielo de los pobres,
la escorrentía reteniendo olores
y augurios,
una instantánea helada entre la opacidad
y el objetivo,
descarnada la atmósfera de escrúpulos
y de patrimonio sobre la tierra turbia,
la gravedad atenazada
en cada músculo inapetente,
plomo en las venas
que antes fluyeran cárdenas:
Una incisión metálica
y un borbotón abortado.
No palpita la calle a calle
sino a densidad rancia,
brazos y piernas despeñadas
del propio cuerpo indefenso ya
camino de su sombra,
ni pupilas
ni rastro de sus esferas y su tránsito,
más plomo en el desahucio inconcreto
de las paredes y su sustento,
un hilo apenas entre el cuello
y las ideas –roto-.
Los rostros desparejados (el que fuera
y el que es) callan:
Ni un son, ni un recuerdo,
ni un movimiento, tampoco eco.
A sus pies también silencio, mustio
y presunto de sanguinidad,
las huellas de otras existencias se desvanecen
o jamás se pronunciaron:
no hay perdón ni indulgentes
entre la turba desheredada
sólo resignación o indolencia,
sólo asco.
XCVII
Tal vez no sea
un estricto amor
del descubrimiento,
ni siquiera, aún,
un amor adolescente.
Quizá no rija su destino
por la estrella polar
o los confines del firmamento,
tampoco, seguramente,
por el codiciado azar.
A lo peor pasaron ya
mil barreras, o no, superadas,
destituidos tronos y cortesías,
desterrados sueños o vilezas o
-quien sabe- si el fragor.
Puede que esté, más claro
u oscuro para siempre,
el destino inacabado,
que mermaran latitudes y coordenadas
del cartográfico mar de corazones.
Es posible un deseo solitario,
una bocanada de brisa tibia,
una mirada impredecible:
un sortilegio de pasión
o un recuerdo ensimismado.
Es suficiente lo insuficiente,
conciso el gesto del creador,
presurosa la luz y sus cadencias,
reincidente la frialdad que atenaza,
efímera, del gozo, su cuadrícula.
Mas, hablando de mí
hablo de ti en este
binomio compartido,
afirmo que el mundo no es
único e indivisible,
que otros mundos son posibles
mas ninguno sin ti.
Confirmo que yo soy tú o nada,
que ni tiempos ni espacios,
ni sombras o anhelos sabrán decir
de mí recuperado
si no es contigo, amor.
XCVIII
Línea sin flotación
Tris, tras
Tres
Trozos, trazos
Trasiego
Tragos
Trémulos
Trizas, tropiezo
Trágico
Trepidante
Tránsito
Tráfico
Tripas, tráfico
Y el azul inocente, en rojo
Y el lecho desvelado, en rojo
Y sus huellas blancas, en rojo
Y sus pupilas desposeídas, en rojo
Y las almas amoratadas, en rojo
De rojo contra la playa entre olas
Quienes aún se debaten o a quienes
se les fue, en la soledad del tumulto, su precaria
e íntima -ínfima- riqueza
Desasidos de todo
De todos y de si mismos, sin consuelo
Ni otra vida que ponerse ni llevarse a la cara.
Despejen la playa
Prohibidas desnudeces
Desalojen las aguas
Despeguen las pieles
Desagüen miradas
Desvelen corazones
Descarguen los sueños
Descorran los paisajes
Desciendan las luces:
Y al tercer día, hágase la noche
Y el firmamento, estremecido, cerró los ojos por no verlo.
XCIX
El cielo se precipitó
en un torrente
lágrimas abajo;
mas tu alma,
lejos de zozobrar,
permaneció a flote.
Y con rumbo.
C
...Ese libro
que parece no querer
nunca acabar de escribirse.
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