Síntesis de álgebra humana (1996 -2000)

Por lo visto es posible declararse hombre.
Por lo visto es posible decir no.
De una vez y en la calle, de una vez, por todos
y por todas las veces en que no pudimos.
-Jaime Gil de Biedma-
LVII
Ando perdido, hace largo tiempo,
en esta ciudad donde cumplí los cuarenta,
y entre tanta gente y más vueltas
me he echado de menos.
No se trata de un olvido,
de una ausencia mental pasajera,
tampoco -y lo lamento- de un error de cálculo
ni se me fundieron los puntos cardinales:
es, llanamente,
una pérdida a mí viejo traje prendida.
Quizás, la humedad y un poco de óxido,
adheridos a las articulaciones de mi voluntad,
inmovilizaran reflejos, distendieran mi caminar
y no supiera dar con la farola que otras veces,
entre tanta noche ácida y falsas constelaciones,
abre mi calle a noctámbulos
y otros canallas de regreso.
Entre tanto extravío, sólo mis ojos reparan
en el neón de unos labios,
en sus eléctricos guiños de amor equilibrista
para náufragos sin salvavidas ni red bajo las olas,
y a su luz se aferran mis pupilas atormentadas:
redivivo, pobre Ulises sin barco al que amarrarse.
Descompasado deambular por las esquinas acres
donde perros y borrachos alivian su premura
o el desatino,
apuntaladas esquinas por carnales graffitis
atravesados por corazones de iniciales descabalgadas.
Furtivo, clandestino voy
de acera en acera de la ciudad
y ni la estatua ecuestre de la plaza
ni el nombre de sus calles me encaminan,
los semáforos, insolidarios,
sólo parpadean en ámbar,
y -ni siquiera- la sinuosidad de olmos y acacias
me indican la dirección del viento a mi paso.
No cabe esperar al día para alentar un encuentro,
para ello precisaría, a más de otras cosas,
una razón o un rostro:
la primera yace bajo el asedio de los sueños,
para el segundo un espejo
y no quedan en esta ciudad cercada a mis deseos.
Finalmente, el perímetro de uno solo de mis pasos
deviene distancia envenenada
y un cansancio de kilómetros
contamina mis órganos:
inhábil, perdido y quieto quedo.
Tal vez la humedad y un poco de óxido,
quizás el no recibir allá arriba
-maldito correo, maldito y desmotorizado-
un último mensaje del corazón.
LVIII
Basta de rimar hombre con dolor y sufrimiento.
Que salvo el consuelo estéril o el recuerdo
nunca la palabra cicatrizó herida alguna
ni la metáfora alivió el lamento,
y menos aún devolvió el calor
al cuerpo desprovisto de aliento.
Basta de acentuar caído en la batalla
entre el fuego cruzado de la pluma y el verbo,
que no hay derrota más amarga
que la que se libra en sí mismo
-una vez víctima y otra verdugo-
y vencer es un tiempo reflexivo.
¡Si cupieran, al menos,
los versos suspensivos...!
LIX
Elijo ser yo
-a mi terrenal condición atado-
y soñar,
a ser halcón
y volando
no saberme libre e ingrávido.
LX
Granada 12 de abril
Veo Granada hoy con otros ojos
como tanto ansiara por hacerlo:
por el prisma desde el que tus pupilas,
inéditas y generosas, me permiten reconocer
todo cuanto imaginar pueda una mirada.
Abarco desde hoy, como afrenta a la opaca lucidez
de mi vista cansada,
todo un universo esmeralda; preguntad
y dejadme gozar de mi respuesta:
nada escapa a mi conocimiento
desde que me mostraras el sublime paisaje.
Son tus ojos, Ángela, los que hacen saltar
a la comba mi alma,
los que en la rayuela la guiaron
por el filo de la espada;
sólo ellos prendieron el fuego necesario
y por ellos aprenderé de esa luz y esos contornos
que antes me fueran inauditos.
Vanos faros, inútiles luciérnagas,
ni sobre el mar atormentado
ni por el pedregoso sendero preciso
más que tus ojos para salvarme; la dicha
es una llama que se hace lágrima en mis mejillas
y pide, resuelta de alegría,
hacerse eco para náufragos
y caminantes a la deriva.
Hoy en Granada sé que será menos amarga
la página en blanco que nunca escribo,
la que desde años se resiste a mi letra tortuosa,
porque ahora eres tú dueña de la palabra
y de cuanto significa, y con ella
y por ella cedo a tu pulso vigoroso
el libro, apenas un balbuceo,
que cuando naciste comenzara.
Hoy, por esta ciudad en la que un día
me soñé arquitecto de corazones
y alquimista de los sueños, te bendigo,
y aunque algo sé de la vida, de sus entrañas
y su compleja estructura,
con humildad pido a gritos
que de tu fertilidad se enamore como yo lo hago,
y de la dulce y embriagadora química
por la que renace y se recrea
en el arco iris de tus ojos.
Y cuando el tiempo pase, ya sea en ésta
o en otra ciudad de paso, y aún más cansada
la lucidez de mis ojos les adormezca,
susúrrame muy despacito,
pero sin saltar ni una línea,
cuanto los tuyos vean,
letra a letra,
y entre letra y letra un beso.
LXI
Si no existiera el recuerdo
si sólo fuese la memoria una palabra,
una indolente combinación ininteligible,
si lo que durante el día recorrimos
se desvaneciera junto a las últimas luces
en un infinito e inmediato crepúsculo:
cada mañana, al abrir los ojos, sería
como un nacer de nuevo.
Dónde cabría entonces el miedo al fin,
dónde ese pánico que nos transporta de uno
a otro lugar del tiempo aunque
-bien es verdad- otras ilusiones
efímeramente nos reconforten.
Dónde albergar, entonces, el dolor y la ausencia,
el maltrato que la pasión nos infringe
o la duda salteadora de corazones.
Sólo el amor de quienes quiero
me hacen desear que todo continúe,
que esta maraña de pensamientos acontezcan
en forma de felicidad duradera para ellos
y sean
-por tanto-
dichosa arquitectura de sus vidas y la mía.
Sólo eso y el continuar ansiando
un remoto paraíso por descubrir
me aferran con uñas y dientes al calendario
y saber que la de ayer
es hoy ya hoja caída,
que la emoción de un mañana
es licor apetecido de mis labios
y que no habrá de embriagarme suficientemente
como para olvidar que, aunque fugaces,
fue imprescindible el resplandor
de las viejas estrellas adormecidas;
aunque ello me impida, cada amanecer,
despertar a una nueva vida.
LXII
De la semántica y sus latitudes
Con voz queda y algo trémula le confió:
¡Teme, admírate de su grandeza,
que una cópula altiva, una sola
baste para transferir cuanto yo conciba
en sustrato de sus pensamientos.
Le habló también, entonces,
de los gestos de la palabra,
de sus maneras atildadas,
de su sonora temporalidad,
del regreso al pasado por obra de un
-casi imperceptible- estigma sobre su frente
y del tiránico poder que ese ínfimo báculo detenta.
Y fue a partir de ese momento
que comenzara a temer de los signos
y su implacable trascendencia
del juego cruel de la transmutabilidad
que supera y envilece
a la mecánica genética de las especies
para convertirse en un dios arbitrario
que todo lo trastoca en el reino de los hombres.
Fue, a partir de su revelación,
que se negara a sonidos extraños y ajenos,
guardando para sus adentros la y o los acentos
en la certeza de ser él mismo su dios único
y verdadero,
de que ningún otro le arrastraría
-en elocuente y frenético embrujo-
del presente a los abismos del entendimiento.
LXIII
El legado
Nada poseo que a mí deba,
de nada soy dueño en este mundo
salvo de la dicha de saberme
carne de vuestra carne,
ella es toda mi riqueza y a ella me pertenezco,
no es ya posible en mí el anhelo
porque nada puedo desear más que a vosotros,
porque no cabe la duda
sino la algarabía al contemplaros
y verme, pequeñito, al fondo de vuestros ojos,
por eso, llegado el día,
cuando haya de hacer balance
y me pregunte qué os dejo
en pleno uso de mi gozosa lucidez diré:
a vosotros, sencillamente,
inconmensurablemente vosotros.
Puesto que ninguna obra,
ninguna acción divina o de los hombres
-de este mundo o de todos los sueños posibles-
podrá hacer nunca de mí quien soy
como vosotros me hacéis,
qué pudiera yo daros que no os ofendiera,
que no despertara la ira de los dioses
por mi atrevimiento.
De mi gratitud este poema os dejo,
sus palabras están impresas con el aliento
de una noche de frío y están, por tanto,
cargadas de calor, de todo el calor del que puedo:
el de mi vida. Con ello
nada os lego pues os pertenece.
LXIV
Eran tus lágrimas, mi niña,
las que en esa mañana de despedida
ocultaban el Valle;
las que enmudecían todo rumor
que los latidos del amanecer pronunciaran.
Era la pátina de tus ojos abrumados, mi sol,
la que me cegaba y asombraba
en la zozobra de tu mirada.
Las distancias
que tu joven amor fue marcando
por entre cumbres y barrancos
se me hicieron inabarcables:
quise ser águila para otear la sonrisa de tus labios,
quise ser gamo para recuperarla y enjugar tu llanto,
¡cuánto dolor en tus mejillas
y qué poco consuelo el de mis manos!.
¡Cuánto envidió esa mañana de julio
tu amor puro desgarrado, cuánto las bravas aguas
la fiereza de tu corazón desbocado!,
¡cómo el eco de los bosques transmitió a los seres que lo habitan
cuál es, por fin, la frontera de los enamorados!.
Caminé y caminé hacia el rocío hiriente de tus ojos
y sentí mi cuerpo humedecerse en su desventura,
en él y por él deseé licuarme y pertenecerle
por si sirviera de remanso…
sólo atiné a balbucear cualquier cosa, luego callé
y juntos continuamos
de regreso a casa por el sendero.
LXV
No cabe mayor mezquindad
que la del que renuncia atemorizado
a la regeneradora luminiscencia de los astros
y se deja electrocutar, sin embargo
y como un todocreador efímero,
ante el pálido filamento de una bombilla.
¿Para qué os quiero, ojos,
salvo para desdibujar con el corazón de la mano
una resbaladiza lágrima
sobre la ciega mejilla?.
Asístame el rayo fecundador y certero
capaz de desmembrar una sola gota, sólo una,
y elevarla desde el confín de los océanos.
Y redímame de estas tinieblas que me separan
de la génesis de ese nuevo universo.
LXVI
Si eres de quienes adoran los astros
por su tamaño,
y no por la violencia crítica
de sus rayos o
de las sombras que alimentan,
lo siento.
Si a pesar de todo
eres de los que creen
que la esperanza no se agota
gota a
gota
aún cuando la noche cae
sobre los caníbales agujeros celestes,
lo siento.
Lo siento,
pero yo, también tengo
un corazón desnucado.
LXVII
L
U
N
LUNAR
T
I
C
O
erró de muesca
la llave
por el orificio
de la duda
y sucumbió
deliberadamente
junto al carmín
cabrón
de sus labios
LXVIII
Donde el cielo renace para mí
mientras fantasea, rojo y malva, cara a tierra;
entre el azúcar superviviente a la codicia de los besos
y la melancolía de las mariposas.
En el cráter de una tormenta mínima de lágrimas
o en el inaprensible silencio blanquiazul de los astros;
por la impredecible órbita que en áureo y anaranjado
y brillante estruendo prende todo un firmamento
de admiraciones y sobresaltos infantiles.
Entre los cuerpos desvanecidos a fuerza de amor,
entregados a la anatómica voluntad de los gozos;
sobre el leve y exuberante pétalo quebrantado,
sujeto a la gravedad de los sentidos.
Desde la fuga que corcheas y semifusas emprenden
con el otoño de los violines
transidas de primavera,
en los acordes palpitantes de un alumbramiento
aún corazón con corazón.
Allá donde un poco de brisa
deviene carta para navegantes
en el mapamundi de mis sueños más lejanos
y en el remoto siglo del hombre que vendrá.
A donde quiera que miro, suspiro, intuyo...
A donde quiera que quiera,
donde quiera que imagine, estás tú.
LXIX
La mentira es un reptil de cola larga
que te azota los sentidos
y te inmoviliza el alma
cuando, traicionero, ataca.
Y peor aún, que descubre en ti,
ciego e hiriente de rabia,
ese caimán sanguinario que fuiste
o camaleón truculento más de un día
ante el amor confiado e inerme
de quien no merece la dentellada.
LXX
Cumpleaños
Una melodía sin palabras
recorre, con tu nombre,
la cálida estela del verano que nos deja
y la fresca bocanada de un primerizo otoño.
De las violas por las canales en contrapunto
de los suspendidos oboes a las hojas cayendo,
del chapotear de los niños como hondos timbales
o del piano acompasado al discurrir presuroso
de unos enamorados por guarecerse
se hará realidad una canción sin pentagrama,
y sin embargo,
fielmente interpretada cada año.
Y habrás de ser tú, amada mía,
la partitura viva que todo lo conforma,
el por qué de tan bella sinfonía.
LXXI
Au clair de la lune...
La levedad de tus pequeñas y nacaradas manos,
la bella filigrana de tus dedos sorteando
-titilantes cabritillos- las redondas unas,
y las blancas otras, armonías de la dicha.
Cabriolas de sonidos y silencios
acompasando la felicidad que en tí nace
y en mí describo,
que me elevan por la que antes fuera distante,
y ahora sólo un suspiro, cercanía de los astros
en este claro de luna.
Son sólo siete años,
siete tus plenos y enérgicos tramos:
escala que me lleva, desnudo y redinuevo
-que no cabe en mí pesar ni zozobra a tu lado-
por los torbellinos de fugas y semifusas,
por tantas y tantas melodías que nunca supe;
siete razones para entonar desde este instante
la grandeza de tu vida
y una razón para la mía.
Méceme una vez más, mi niño,
con ese arrullo que yo, tu niño, anhelo,
cuéntame otra verdad celeste
y prendidito a tus dedos volaré,
en esta plenitud de luna, al mejor de los sueños.
LXXII
Tal como persiste la huella sobre un gélido
atardecer de invierno
así persisto, lacrimosamente,
ventana abajo:
acaso una línea al borde,
ni siquiera catarata mínima que estremeciera,
al fondo del abismo,
el silente aleteo
de los insectos muertos.
Como elíptica fuerza, de universal
arrebato,
golpeando existo todos los vanos posibles
entre la inconsciencia y la incontinencia:
acaso una mera tangente,
ni siquiera una radicalidad decorosa
que agravara, con su ley,
el juego polar
de los deseos contrariados.
Ante la vanidosa pregunta de quién soy
suelo confabular la duda inquieta
con la opacidad del recuerdo callado
y la ficción del presunto. Distingo –entonces-
parto y llanto (y todos los lloros que vendrían)
de cromosomas y otros recursos estilísticos,
obvio al yo reconocido en estadísticas
y al que se pliega a erre haches más o menos sanguíneos,
separo al individuo
y reparo en el hombre.
Por todo cuanto hice ebrio de mí, imploro
al dios del perdón y al ángel del pecado
y en ambos me reconforto.
Deduzco, más allá de mis semejantes,
que a nadie más que a la vida y su contrario
me pertenezco,
o que el dolor no es más aval que el amor
ante este sumario. Y
-finalmente-
lamento la vileza del resultado.
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