Concédeme el tiempo necesario (1986 - 1990)

Concédeme el tiempo necesario...
-Brigido Jiménez-
Ahora ya se lo que es la gloria.
Es el derecho a amar sin medida.small;">
-Albert Camus-
XXV
Concédeme el tiempo necesario,
amado mío,
para detener con mis labios
la frescura que por los tuyos escapa.
para, unidas tu mejilla y la mía,
alcanzar el triunfo en la batalla.
Quiero empujar tus ojos adormecidos
hasta elevar un arco iris inalcanzable,
hasta naufragar, sólo y decidido,
en la corriente de tus lágrimas.
Deja que mis dedos, temblorosos y torpes,
persistentes arranquen,
como en un suspiro, de tí esa daga.
Ya no oigo el tañer de campanas
ni la mañana es clara,
oídos y boca enmudecidos quedan
por tu palabra rota, como rotas
quedan mis palabras.
Ya no ofreceré mi aliento a la brisa
que embriaga mi alma. No puedo
¡Oh Dios!, tan siquiera
elevar una plegaria.
Deja, compañero,
que mi cuerpo junto al tuyo pugne,
alcemos nuestros brazos como un sólo grito,
como un sólo arma,
como un sólo fuego que ilumine
tu figura tan blanca.
No habré de ver ya el mar
pues clausurada quedó la ventana
y el vuelo de gaviotas devino oscuro
y grave
como vuelo de guadaña.
No me hará ya estremecer el batir de olas
ni el vértigo de la montaña,
abandonado el hogar, tu casa,
ni el fragor del valle que antes nos acogiera
será de nuevo morada.
He de continuar sólo y errante camarada,
por entre turbios laberintos buscar
tu dulce y profunda mirada, encontrar
la verdad amarga.
He de proseguir despierto y sólo, hermano,
no tiene fin mi camino, tampoco tregua
para el que espera, como no la hubo
para quien perdió su primer combate.
No he de apreciar por mis sentidos
hasta que tu vuelo alcance,
hasta que tu sonrisa alivie
mi sed de caminante. No hay tiempo
que perder, mi fiel amigo,
ni premura en el desasosiego.
No asistió razón al verdugo
que decretó tu marcha y no tuve valor
para vengar tu falta.
No queda más que un sollozo estéril
ante tu cuerpo inerte: ¡Concédeme
-amado mío- el tiempo necesario!.
XXVI
Blanca era la mañana
como blanca era
la quieta desnudez de tu cara.
Tus dedos entrecruzados,
el cerco dulce de tus labios
presto a la palabra y el tacto
de otros labios
de otros mares
que acoger entre tus manos.
Blanca era la mañana
y un trasiego imparable,
definitivo y estéril, sin embargo,
demudó nuestra presencia inerme,
arrostrándonos en convulso desafío
a custodiar tu sueño desvelado.
No fueron el alboroto o el llanto
quienes desgarraron como el hielo
el azul límpido del día, sino el gélido verbo
conjugado en el más atroz, el más certero
de sus tiempos,
ateriendo sin un temblor a tu joven cuerpo,
sin un forcejeo,
sin un poco de aliento ya. Sólo una leve y muda sonrisa
y un vacío adentrándosenos
con la humedad de los besos.
Quise elevar tu cabeza hasta mi rostro
y oír tu ritmo acompasado,
sentir la fuerza de tus brazos sobre los míos,
quise renunciar a la luz y el calor
por devolver a tus pupilas el fuego,
quise dormir junto a ti por siempre
si el despertar de los dos
no nos era permitido. Mas, mi alma desterrada
ya no albergó razón para ocupar
un sitio en la almohada.
Recuerdo que fue aquella
una mañana blanca y desvaída
como el cliché velado
de una noche sin luna.
Y ahora que nada queda
elevo mis ojos decididos hasta alcanzar
ese tu eco liberado
con el que arribarán a mi ventana
lluvia, nieve y caminantes, y todos:
el llanto cómplice del invierno
y las voces destempladas de los hombres,
sabrán decirme de ti amanecido.
XXVII
Fuiste, tempestad, la tragedia.
Acaso tu, distancia, el móvil.
Del mar homicida, la ira.
De la demencia su ejercicio.
La oscuridad como verbo que no cesa.
En todos sus tiempos el miedo.
Atropellados voz, amor y movimiento
yo: nadador derrotado.
¿Y de ti?, mi amor,
¿qué se de ti después
tras que todo lo ofrecieras?.
XXVIII
Cae la tarde -desdichada-
como un torrente de mar envejecido,
como un fragor de violetas
enajenada cae
por entre la herida abierta,
descarnada llaga enrojecida
de un corazón aún inédito
-casi un balbuceo- recién naufragado.
Cae,
como un suspiro helado en labios,
para adentro,
precipitada gota conversa
hacia dentro, definitiva y sólida
silenciando besos, tejiendo velos:
puerta, cadena, traba, cancerbero
para la luz que ansía el verbo
que es del color de la primavera,
que es del son de la primavera,
que es fecunda como la primavera, pero cae,
helada para adentro.
Cae la tarde envilecida
-huérfana de pasión y deseo-
a la deriva de una noche sin estrellas,
y es miedo lo que asoma a los ojos,
miedo es la palabra y el temblor que la apresa,
y una escarcha desdiciéndolo todo:
el aroma de la rosa,
la cadencia de las olas,
el vuelo incesante de gaviotas;
trastocándolo todo
como un cuento que comenzara por el final
y mal acaba, porque...
cae la tarde
y era esta la noche del despertar
y no la noche que llega.
¡Cae!
¡Cae!,
cae la tarde entre tus brazos, amor,
y mis manos
como un llanto vuelto hacia los cielos
no puede detenerla.
Cae sombría entre tu y yo
y se nos hace distancia
insalvable para los dedos, amor,
la tarde entre los dos
como un océano desconocido y furioso,
como una cima cierta y tangible,
árida e inexpugnable
la tarde
malhadada cae
noche cerrada ya.
XXIX
Entre tus sones quedo,
corazón que renaces
con fuerza de primaveras.
Entre tus sones
-¡oh dulce amor!-:
Credo de mis vientos,
amplio tú,
ideología de mis besos.
Que de tu voz nueva
espero el sueño
y todos los sueños,
terso paisaje
que habrá de llevar al mar
por ti estremecido.
XXX
Deshojo la flor y la belleza
que un día acogiera:
Un rumor de pétalos heridos,
desencadenados,
tapizando el íntimo bulevar
que antes fuera distancia,
un miedo pujante y posesivo
secuestrador de luz y sueños
como cadalso de la alegría,
y una sentencia última
en una tarde de espinas.
Esto me queda:
Un recurso desestimado ante la vida,
el tiempo memorable de los muertos
y una ocasión menos
para el desaliento.
XXXI
Y tu, amado mío,
cuál sería el poema que me escribieras,
cuál tu voz nueva,
qué melodía guiara tus palabras,
qué sonrisa esbozaras
-condescendiente-
desde el centro de tu sueño imperturbable.
Del pliego acribillado
por la herida abierta de tu nombre
un mediodía sin horizonte
se instaura en los dominios de mi vista,
y de tus dedos
-corazón que renaces
con vigor de primaveras-
habrá partido, único
e incontenible,
alzándose sobre el yermo paisaje de mis lágrimas
el más perfecto y abrasador
verso de amor y vida.
XXXII
Donde el Tiempo -acaso un desvelo-
se tornó inflexión, falla,
sima aterradora,
en el tránsito en que tu alma y la mía
alcanzaron la más sublime exaltación
de amor consumado.
En el alba,
un revuelo de claveles, mientras dormías,
ha sellado tus labios,
ha domeñado tus ojos,
ha devastado -cínico e insaciable-
la ciudad que nos conforma:
Pasto de sus llamas
no ha lugar entre los restos calcinados,
no es este el mundo
ni el momento añorado,
no son estos los ecos de tu percusión afinada
ni de las tus bien templadas manos;
no es este el Tiempo
-sea acaso un desmuero-
porque es el Tiempo donde ahora tu habitas,
donde siempre existieras
y yo fui,
y llorarás como ahora yo lo hago
mi ausencia de tu lado,
de mis substracción involuntaria
para ser consumido
en este a modo de quimérico juego.
XXXIII
No hablaba de vida ya
cuando sobrevivir era el desafío.
XXXIV
Siempre seré de tu palabra
deudor del verso estremecido.
XXXV
Acaricio la flor desnuda
y desatada entre los dedos
y persiste la espina
-aguijón decidido-
eje de la duda subvertida
sobre el papel inerme
que asila esta suerte de hombre.
Sin pudor, navajazo diestro
y encuentro, sin valor acepto
el color y la partida
que el tablero dispone
y juego.
Más la derrota, que es verbo
antiguo y certero,
determina la consumación del acto,
imprime con su puño sobre mi frente
el estigma de los condenados,
a pesar de que el pétalo
ceda a la presión
de mis dedos incontenida.
XXXVI
El que llegue
será aliento que no pueble
estas mejillas desentrañadas
por un beso de despedida.
XXXVII
Vencí
más de una generación de primaveras
entre el pálido goce, promesa
de mi cuerpo ensombrecido;
algún rubor de cálices sofocado
como casualidad del tiempo
que miente o me condona.
Mas, siguen frío
lluvia y viento sorprendiendo
-pacto de mis desvelos-
cada noche que te amo y desespero,
como si me fueran desconocidos.
Vencí
más de unas horas, o una vida,
el pasar de nubes
por los ojos de la memoria,
desprevenidos y crédulos, hasta
alcanzarse inexpresivos y viejos.
Mas no pude aún,
tras tanta clara victoria,
vencer el precio de tu ausencia;
recobrar el vuelo de paloma
que iniciásemos juntos
junto a un mar de gaviotas;
mirar al sol quedamente
sin sentir en las pupilas
un ahogo que ennegrece
todo cuanto en el horizonte otea;
tras tanta clara victoria
siquiera un rumor,
siquiera un beso.
XXXVIII
Suena batiente el mar joven de tus labios
contra el frío paisaje de mi ventana.
No aguardan árbol ni pájaros en derredor
de la íntima estancia,
sólo un océano antiguo
y desierto de estrellas
-bajo el inclemente sol enajenado-
que no acoge el eco del cristal
ni la huella palpitante del beso dibujado.
Suena un viento de joven carne reconocido
entre los baldíos tiestos, depositarios,
de lejanos geranios enarbolados.
Y un rumor de noches en vigilia, frágil,
lento y desmemoriado
en que ni reconocer puedo
el signo inequívoco de tu existencia:
el fragor de olas contra mis ojos,
el verso de aire esperanzado en la distancia.
XXXIX
En el acotado parque de los tilos
el denso ronroneo de corazones a ralentí,
indolentes motores, desgarbados y ojerosos,
simulan una batalla de mandos
órdenes y botones, de palancas que musitan
un rosario de fricciones imposibles,
más ninguno inicia un latir
diáfano y coherente.
En el irremediable parque de los corazones
árboles sin nombre declinan
la velocidad de lo ajeno
y desaparecen nostálgicos
en el revés de un vuelo.
XL
Tras esa ilusión de almas y dioses,
paraíso de héroes, anhelo humano,
anduve imaginando raptos,
dilucidando batallas por recuperarte
amor
por amarte,
desdiciendo el reloj detenido
en una hora asesina,
balbuceando tu nombre
con el verbo hiriente apostado
contra mi pecho.
Te busqué entre la cegadora nada
y lo infinito
por alcanzarte o encontrarme.
Y aún permanece en mí un calor ajeno
un andarme por dentro
una sensación de proximidad:
la huella indeleble de un beso,
tu beso,
sobre mi piel sobresaltada.
XLI
Entre donde tu estás y donde yo quedo
las lágrimas son mar por el que nuestras naves
acuden a su encuentro.
XLII
La garganta:
Un trueno, la separación de la tierra y los mares, una colisión de autos, acero, firme, una bala, ardiente. Impacto. Un portazo, alud precipitado traquea abajo, un vaso atomizado entre dedos y el ácido cauce para un vidrio libertario. Un gravitar sin alas, un motor coagulado, una sombra, una duda.
De boca afuera:
Silencio. La paz condenada de quien espera, conocer. Un presagio. Confirmar. Un rumor. Destruir. La certidumbre. Un entreacto, entre los labios y el más allá irreconocible.
XLIII
Atrapado quedo
desde la sierra madre sustentadora de alas
al horizonte que te ciñe.
Atrapado, desde la altura que pervierte
el vértigo de sentirme ángel a tu sombra,
en la víspera inalcanzable de tu aniversario.
Veinte clavos, que pudieran haber sido rosas,
me cercan,
veinte años me sitian, ocupan mis manos,
temblorosas,
que cobran en este preludio
de tu imperecedera presencia
senectud de cicatrices,
fiero color violáceo entre los dedos: veinte
domeñados
por la imposible configuración del deseo,
la miel de tus pupilas.
No sé si son hoy ciertas tantas cosas como dije
sobre el trágico juego de lo humano
y vacilo aterrorizado
entre la trama de los días y lo incierto.
Atrapado quedo
en la inminente proclamación de tu aniversario,
de todos tus años;
mas sólo tú
con la corriente embriagadora
y dulce de tus labios
podrá sofocar
las veinte dudas que, mañana,
al despuntar el alba,
abrasarán mi corazón desnucado.
XLIV
Ciudad de paso
Hoy las calles
-presagio de una noche densa-
me han preguntado por tí y tus pasos,
y mi sombra
-desde la angosta senda del destierro-
ha ocultado su rostro
entre los brazos encendidos
de los semáforos en rojo.
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